LA CARRETERA MAS PELIGROSA DEL MUNDO




Considerada por muchos como la carretera más peligrosa del mundo, el trayecto entre la ciudad de La Paz y los Yungas, hace que solamente aquellos que tienen pelo en el pecho puedan llegar a su destino sin contratiempos. Realmente es infartante conducir en esta carretera por los abismos ineludibles que acompañan en todo el trayecto.

Muchas veces me tocó recorrer este camino. En cierta ocasión, mi gran amigo Rocky Grams y su entonces flamante esposa Sherry, vinieron a Bolivia a visitarnos. Rocky y yo hemos sido amigos desde nuestra niñez, inseparables compañeros de aventuras y de ministerio. Rocky y Sherry terminaron en Argentina dirigiendo el Instituto Bíblico del Río de la Plata y nosotros, en ese momento, estábamos en La Paz, Bolivia.

Decidimos que sería lindo ir a Coroico a un balneario donde varias veces habíamos ido y lo pasamos muy bien. Dicho y hecho. Hicimos las maletas y nos fuimos por esa carretera, cruzando poblados típicos bolivianos como Puente Villa. Hay que cruzar una cadena montañosa y luego bajar hasta el valle de los Yungas.

Coroico, en este entonces, era una pequeña ciudad de clima agradable y de mucha tranquilidad y un lindo balneario con piscinas. Pasamos unos días tranquilos, a pesar de que Sherry, que venía a Bolivia por la primera vez, tuvo problemas con la comida. Decidimos regresar a La Paz para que ella estuviera tranquila y pudiera ver a un doctor.

El camino de regreso empezó muy normal, con conversaciones amenas y con algunas paradas turísticas para eso de sacar foto a la cascada “Velo de la Novia” y otros lugares naturales extraordinariamente hermosos. Empezamos la bajada más difícil de este camino ondulado. El jeep Toyota no había dado problema alguno, hasta que en una de las pendientes más pronunciadas, empecé a oler a quemado. ¡Los frenos! Miré por el espejo retrovisor y vi con horror el humo que salía de las ruedas posteriores. El pedal del freno comenzó a hundirse cada vez más y estaba ganando velocidad. No queriendo asustar a mis compañeros, me guardé la verdad de la situación y traté de concentrarme más que nunca en la sinuosa carretera.

Rocky se dio cuenta de que algo no andaba bien cuando tomé una curva a una velocidad no muy aconsejable y seguidamente, apareció un camión subiendo y tuve que acercarme al precipicio un poco más de lo prudente. De hecho, pudiera asegurar que una de las ruedas quedó por unos instantes en el aire. Ya no había cómo guardar el secreto. Los cuatro empezamos a sudar, a pesar de las bajas temperaturas

Finalmente llegamos a un sitio donde la carretera se prolongaba en línea recta y nivelada y con la caja de cambios, pude detener el jeep. Cerca había un riachuelo de uno de los glaciales y pudimos enfriar los frenos. Tardamos algunos minutos en reponernos del susto y juntar valor para seguir adelante, esta vez, un poco más lento, con mucha oración y entrega al Señor y promesas de santidad, hasta finalmente llegar a nuestro destino salvo y sano.

SOY LEYENDA

Recuerdo claramente ese domingo de verano en Santa Cruz, Bolivia. La iglesia en la calle Charcas 227 estaba llena de hermanos que escuchaban el sermón predicado por mi padre. El calor era insoportable, cerca del mediodía de ese domingo. Creo que fue por eso que salí a la puerta de la iglesia. Yo apenas había cumplido 9 años.


Recuerdo las calles de Santa Cruz sin ser asfaltadas, llenas de arena que cuando llovía, de alguna manera de transformaba en un barro que difícilmente podían negociar los pocos autos existentes. De hecho, el carretón tirado por bueyes era el vehículo más usado, además de los caballos. La calle estaba despejada, nadie en las veredas, con la excepción de un cura católico que lentamente se acercaba hacia donde yo estaba. En esos tiempos, los curas se vestían con sotanas que llegaban hasta el suelo.

Me imagino que por el calor, este cura estaba vestido con una sotana blanca, con un sombrero típico de ellos, con detalles en un rosado magenta y se apoyaba en un bastón. Caminaba lentamente hacia donde yo estaba, me pareció en esos momentos que me estaba desafiando.

En esos días, la persecución a los evangélicos era abierta y constante, recuerdo en el colegio que mis compañeros me tildaban de “endemoniado”, “hijo de Satanás”, se nos acusaba de tener cola como una cabra, acusaban a los evangélicos de comerse a los bebés recién nacidos, etc. así que ver al cura caminar en la misma vereda de la iglesia, lo interpreté como un desafío.

Llegó a mi altura y por supuesto ni me miró, sino que siguió caminando lentamente apoyado sobre su bastón. La tentación fue mayor a mi consagración y sin saber de donde, saqué la voz para decirle: “cura que no cura nada” y entré en la iglesia, pensando que estaba a salvo ya que obviamente un cura no iba a entrar en una iglesia evangélica, no se iba a contaminar.

Grande fue mi sorpresa y mi horror cuando me di cuenta que detrás de mí estaba este cura, con el bastón al aire, interrumpiendo el sermón de mi padre, dando gritos voz en cuello. Yo corrí por el pasillo central de la iglesia y me refugié en el altar, detrás de mi padre y pastor quien con una cara sorprendida, no sabía qué decir. Durante varios minutos el cura disertó acerca de las aberraciones de la fe evangélica y de la falta de respeto y de reverencia hacia las cosas sagradas, como bien lo demostré yo al decirle “cura que no cura nada”. Se despidió maldiciendo a todos en ese lugar y en una forma especial, a “ese niño malcriado, hijo del demonio”.

Ese fue el fin del sermón del domingo. Mi padre luego me invitó a que yo diera mi versión de los hechos, en la privacidad de nuestra casa y tratando de mantener la cara seria, mis padres aplicaron el castigo correspondiente como para asegurarse de que nunca más el culto iba a ser tan abruptamente interrumpido por un cura airado.

Si usted va a Santa Cruz, Bolivia y entra en una iglesia de las Asambleas de Dios y pregunta por mí, le contarán esta misma historia.

Soy leyenda.