LUXEMBURGO


Una de nuestras metas al vivir en Europa, era de visitar todos los países pequeños. Fuimos a Andorra. Estuvimos en el Vaticano. También fuimos a Liechtenstein. Nos faltaban Luxemburgo y San Marino.


Aprovechando que estábamos en Bélgica, era nuestro plan visitar Luxemburgo y luego ir a otro país relativamente pequeño: Islandia.


Dejamos San Marino para otra ocasión.


En Bélgica pudimos descansar y recuperarnos del susto de la bomba en el avión. Estuvimos con nuestros buenos amigo Michael y Beryl McNamee, con quienes pasamos momentos memorables.


La idea era de tomar el tren. Michael, sin embargo, se ofrecio a llevarnos en su auto. Eso significaría no solamente un ahorro de dinero, sino que también el tener más tiempo para estar con él. Aceptamos.


En ese entonces, Michael tenía un Volvo familiar, así que no tuvimos problemas en poner el equipaje y los niños cómodamente sentados. Salimos de Bélgica y yo noté que la tapa del motor se movía mucho. Le hice el comentario a Michael, pero él me explicó que hacía tiempo que estaba así y que no me preocupara. Cuando alcanzó los 120 kilómetros por hora, esa tapa vibraba aún más. Otra vez le hice el comentario, y él me aseguró que no pasaba nada. No terminó la frase cuando esa tapa se abrió golpeando con violencia el parabrisas.


De alguna forma, pudo salir de la carretera y entre los dos, pudimos “arreglarla” usando unos elásticos que tenía para el equipaje. Yo no estaba muy seguro de que iba a aguantar, pero él sí lo estaba. Seguimos nuestro camino y unos quince minutos después, sin previo aviso, el elástico saltó y la tapa otra vez golpeó con fuerza el parabrisas. Otra vez pudo sacar el auto de la carretera.


Me di cuenta que el problema se podía solucionar con mucha sencillez con un destornillador y en pocos minutos lo resolvimos y pudimos llegar a nuestro destino: Luxemburgo.


Asustados, pero llegamos. Pocas veces he orado con tanta intensidad como en ese viaje.


La idea original era que Michael se quedara con nosotros un par de días allí, pero él dijo: “Italo, me regreso a casa. No quiero correr más riesgos estando contigo”. Dio la media vuelta y se fue.


Nosotros lo pasamos muy bien en ese Principado, esperando nuestro vuelo a Islandia, pero ese es otro capítulo de este sorprendente viaje. Más aventuras en la siguiente historia.

CARMAN



En agosto del año 1988, salimos de Canarias para ir a los Estados Unidos con el propósito de estar en Texas durante un año, visitando iglesias, recaudando fondos para regresar a Canarias otra vez. Decidimos tomar unos días de vacaciones e incluimos varias paradas en el viaje.


De Las Palmas de Gran Canaria a Madrid. Luego de Madrid a Brúcelas. De Brúcelas a Luxemburgo. De Luxemburgo a Islandia. De Islandia a Nueva York y de Nueva York a Dallas.


La idea era de aprovechar el viaje y crear instancias para que los niños puedan tener una “aventura” inolvidable. Y así fue. No lo teníamos previsto, pero todo el viaje fue una aventura inolvidable.


El trayecto de Las Palmas a Madrid fue normal. Pasamos la noche en el centro de Madrid, en un típico hotel. Aprovechamos el tiempo para pasear por Plaza España, el paseo de la Castellana, comer unas “tapas” cerca de la Puerta del Sol, vitrinear en los negocios donde los de más dinero hacen sus compras.


El dia después salimos de Madrid rumbo a Brúcelas, un viaje que se nos antojaba corto y sin ninguna emoción. Como una hora después de salir del aeropuerto de Barajas, se nos anuncia que estamos descendiendo para aterrizar en Brúcelas. Yo había hecho este trayecto en varias ocasiones y me llamó mucho la atención lo breve del viaje y la forma cómo el avión perdía altitud rápidamente. De hecho, las azafatas estaban muy nerviosas, dando instrucciones de que nuestro cinturón de seguridad esté apropiadamente ajustado y una y otra vez nos instruían para el aterrizaje, haciendo énfasis que todo equipajede mano tenía que estar bien resguardado. Yo miraba por la ventanilla y no veía el aeropuerto de Brúcelas, pero sí vi un aeropuerto pequeño. Finalmente, como en las películas de guerra, el avión bajó su “nariz” y aterrizamos bruscamente.


Mientras todavía el avión se movía, el capitán salió de la cabina dando instrucciones que salgamos del avión de inmediato. Que no llevemos nada con nosotros. Obviamente, el pánico cundió en el avión y todos nos levantamos buscando una salida de emergencia, las cuales habían sido abiertas por la tripulación. Estábamos cerca de una y fuimos entre los primeros en salir del avión.


En la pista nos encontramos con policías que nos instaban a que nos alejáramos lo más posible del avión. Vi a Sharon llevar a Sandra de la mano. Italo estaba detrás de mí pero no podía hallar a mi hijo Bruno. No había bajado del avión. Desesperado, desoí las instrucciones de la policía y volví a entrar en el avión, peleándome con los pasajeros que todavía estaban evacuando el mismo. Sabía donde se había sentado Bruno, así que fui directamente a su asiento y lo encontré de rodillas en el suelo, buscando algo debajo del asiento. “¿Que haces?” le pregunté algo nervioso. El, muy calmadamente me contestó: “Estoy buscando mi casete de Carman que se me cayó”. No estaba dispuesto a bajar del avión sin su casete, a pesar del pánico alrededor suyo. Lo tomé del cuello de su chaqueta y lo arrastré fuera del avión.


Minutos después supimos que el avión tenía una bomba en una de las maletas y que el piloto fue advertido y aterrizó en la primera pista que encontró, en las afueras de la ciudad de Lyón, Francia. Meses después le conté este episodio a Carman y juntos nos reímos de la ocurrencia de mi hijo. Pensé que esa aventura iba a ser todo, pero me equivoqué.


En la siguiente entrega de este blog, le cuento lo que nos sucedió en el resto del viaje.

AVENTURA EN LA SELVA BOLIVIANA



Hace unos días tuve la grata sorpresa de recibir un email de Gabriela. Al principio no sabía quien era y luego de indagar, descubrí que es la nieta de un gran amigo de familia: Vieri Lenaz.
Ese email me trajo a la memoria uno de los veranos de mi juventud.
Había ya cumplido los 16 años cuando Vieri me invitó a una gran aventura en la selva de Bolivia. La finalidad del viaje era encontrar algo de oro y de poder marcar unas minas que él estaba interesado en adquirir. El viaje desde La Paz fue por avión, un viejo DC 3 de la fuerza aérea boliviana. Tuvimos que cruzar la cordillera de los Andes antes de bajar a la selva y aunque el viaje en sí no era muy largo, se me hizo interminable. Los baches; la turbulencia; las nubes; la incomodidad de un avión militar. Finalmente, el avión aterrizó a lo “Indiana Jones” en el aeropuerto de Rurrenabaque. Digo “aeropuerto” exagerando. No era más que una cancha de fútbol, que cuando llovía no había avión en el mundo que podía aterrizar allí por el barro.
Rurrenabaque, en ese entonces un típico y pequeño poblado a orillas del gran río Beni. En la orilla del frente de este ancho y caudaloso río se encuentra otro poblado: San Buenaventura. El “hotel” que Vieri seleccionó se encontraba sobre la ribera del río. Un hotel hecho con hojas de palmeras, bambú, barro y no mucho más. El baño, obviamente, era común para todos los pasajeros y fuera del edificio propio del hotel y con muy poca privacidad.
Los primeros días fueron lentos, ya que Vieri negociaba la embarcación que íbamos a usar y la tripulación que nos iba a acompañar y la compra de los viveres.
Finalmente salimos contra corriente, subiendo durante dos días el río Madre de Dios. Fue un trayecto sin muchos contratiempos, con vistas espectaculares, con animales que yo nunca antes había visto.
Vieri era una persona especial en muchos sentidos. Una de las cosas que pronto aprendí de él es que era vegetariano y que no permitía a nadie comer carne en su presencia. De hecho, no utilizaba nada de cuero. Su cinturón era de tela, así como su calzado. No nos dejaba pescar ni cazar, de modo que comimos palta hasta intoxicarnos, tanto es así que hasta el día de hoy, la palta no es mi favorito.
Finalmente dimos con el río Tuichi, un afluyente del río Beni. Este río cruza lo que hoy es el Parque Nacional Madidi, cruza la selva tropical del Amazonas boliviano.
El caudal era menor al río Beni, pero la velocidad del agua era mayor y además, nos encontramos pronto con una serie de cataratas, no muy grandes, pero suficientes para volcarnos un par de veces. Cada vez que volcábamos, nos recordaban de no tocar fondo porque habían peces rayas que podían causarnos daño.
No recuerdo bien cuantos días subimos por el Tuichi hasta llegar a una población muy pequeña que se llama San José de Uchupiamonas, (San José de ocho piedras hermosas). En ese entonces era un poblado muy aislado y perdido en la selva. Un paraje extraordinario, sin igual. No había hotel, pero quedamos alojados en una casa hecha de hojas de palmera. A mí me tocó dormir sobre la mesa, ya que las camas eran para Vieri y el ingeniero que nos acompañaba. Debido a los insectos, dormíamos bajo mosquiteros y nunca sobre la tierra.
Vieri hizo las mediciones topográficas que necesitaba hacer, localizó la mina que estaba buscando. Mientras tanto, junto con los otros tripulantes, yo lavaba las arenas del río, en busca de pepitas de oro. Se decía que alguien había matado un pato y al limpiarlo, encontró una pepita de oro en sus intestinos.
Aunque no lo crea, encontré suficiente oro como para hacer años después nuestros anillos de boda, que tanto Sharon como yo, usamos hasta el día de hoy, más de 40 años después.
Durante el viaje de regreso a Rurrenabaque, nos sublevamos contra Vieri y exigimos que nos permitiera pescar y cazar. De malas ganas nos dio el permiso y pudimos disfrutar de algo de carne como también de pescados asados sobre una fogata. ¡Deliciosos!
Uno de los cazadores puso la piel de un tapir a secar sobre la canoa. Lo estiró para evitar arrugas y apurar el proceso de secado. Cuando finalmente paramos esa noche para acampar, tuve la mala idea de pisar el cuero, sin darme cuenta que estaba mojado y resbaloso. Tal fue mi mala suerte que resbalé hasta dar contra unas botellas que estaban en la proa de la canoa. Un cristal curvo de una botella quedó incrustado dentro de mi rodilla derecha y por más que se intentó, solo un trozo fue posible remover, dejando varias piezas de vidrio dentro de mi rodilla. Varios días después llegamos a Rurrenabaque. Para ese entonces, mi pierna se había hinchado tanto que tuve que rajar el pantalón para poder usarlo.
Los únicos que tenían penicilina eran unos americanos, miembros del Cuerpo de Paz, pero no la quisieron compartirla conmigo porque “no era boliviano”.
Por mucho tiempo llevé amargura en mi corazón contra los voluntarios del Cuerpo de Paz por su falta de criterio. Los veía en el patio del hotel tomando cervezas todas las tardes hasta la madrugada, pero nunca se interesaron en ayudarme con mi herida.
Las lluvias impedían que los aviones aterrizaran y tuve que pasar una semana esperando alguna forma de transporte para poder salir de la selva. Finalmente un avión que llevaba una carga de cuero de caimanes aterrizó y me llevó de regreso a La Paz. El viaje fue muy incómodo ya que tuve que ir acostado encima de los cueros. Mis padres me estaban esperando en el aeropuerto y me llevaron rápidamente a la Clínica Metodista donde me tuvieron que operar de urgencia. Todavía recuerdo el nombre del doctor que me atendió: el Dr. De Las Muñecas
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33 ANIVERSARIO




Hace unos días recibí un email de parte de Pablo López, un gran amigo, desde Las Palmas de Gran Canarias. En ese email, me recordaba algo que yo había olvidado: el 7 de abril de este año, 2008, celebré mi 33 aniversario de nuestra llegada a Las Palmas.

Yo no había cumplido los 25 años de edad cuando junto con mi esposa Sharon y nuestro primogénito, Bruno, llegamos a esa hermosa isla.

Unas semanas antes habíamos decidido ir a visitar a Hugo Jeter, quien era el encargado de misiones de la Universidad donde Sharon y yo habíamos graduado. Cuando llegamos, vimos a Hugo parado en la puerta de su oficina haciéndonos señas que nos apuráramos. Acercándome pude ver lágrimas en sus ojos. Me dijo: “Apúrate, Italo, hay un llamado por teléfono para ti”. Al otro lado de la línea telefónica oí una voz que me decía: “Italo, te habla Antonio Giordano desde las Islas Canarias. Te he buscado por varias semanas, nadie sabía donde estabas hasta que sentí del Señor llamar a la universidad para ver si sabían algo de ti. Necesito urgentemente que vengas a Las Palmas”.

Giordano era misionero de las Asambleas de Dios y había sido enviado a las islas para abrir una iglesia. Debido a un cáncer que le estaba quitando la vida, él tenía que abandonar el proyecto e irse a los Estados Unidos. Había oído hablar de nosotros y decidió extendernos esa invitación. En principio sería por unos 9 meses. 14 años después dejamos las islas para irnos a Chile.

Bueno, ese día 7 de abril de 1975, llegamos a Las Palmas después de un largo y doloroso viaje. Salí de Nueva York afiebrado y enfermo. Tenía una fuerte infección en los riñones y además, había comido una lasaña que me había caído mal. Todo el viaje desde el aeropuerto John F. Kennedy en Nueva York hasta el aeropuerto de Barajas, en Madrid, lo pasé muy mal. Tocando tierra en España, no pude contenerme más y vomité esa lasaña. Luego de unas horas de espera, pudimos tomar el vuelo desde Madrid hasta Las Palmas. Allí estaba Antonio Giordano con su esposa, Rita.

Ese mismo día, me encontré por primera vez con Pablo López. En la foto pueden ver cómo era él y su familia a nuestro arribo.

Pablo trabajaba para la Caja Insular y era el que aprobaba los cheques que nos enviaban desde los Estados Unidos. Así había conocido a Giordano y con el tiempo, entregó su vida a Cristo, siendo uno de los primeros convertidos, sino el primero.

Recuerdo que venía a los cultos y se sentaba en la última banca, cerca de la puerta, listo para salir corriendo de la iglesia. La imagen de Pablo con la camisa empapada en sudor quedó grabada en mi memoria para siempre. Con el tiempo, Dios fue obrando en su vida. Fue mi mano derecha en la iglesia y mi consejero en muchas ocasiones.
Hoy, Pablo y su esposa, Loly, pastorean a tiempo completo una linda iglesia en Máspalomas, en el sur de la isla de Gran Canaria.

Pablo, gracias por recordarme tantas cosas lindas.

AGAPITO CUELLAR



Recuerdo Agapito Cuellar como un hombre menudo, sin ningún atractivo físico que lo destacara.

Toda su vida tuvo el gran deseo de servir a Dios. No sabiendo cómo hacerlo, en su juventud era un fraile franciscanos. Desengañado con una religión muerta, buscó fervientemente algo vivo, algo real, hasta que finalmente tuvo un encuentro con Cristo. T.O. Johnston, misionero de las Asambleas de Dios, lo encontró en la ciudad de Oruro y lo llevó a los pies del Señor. Ese encuentro transformó su vida y desde ese día anheló servirlo a tiempo completo. Estudió en el Instituto Bíblico nocturno de las Asambleas de Dios en la misma ciudad de Oruro, Bolivia y graduando, se dedicó tiempo completo al ministerio.

Su primer idioma era el Aymará y fue autor de unos 300 coros e himnos.

Su campo misionero fue el valle del Inquisivi. Con la persistencia que le caracterizaba, se dedicó a establecer iglesias y pronto tenía bajo su tutela unas 40, inclusive la iglesia más alta en el mundo, en Mina Argentina, a unos 5.700 metros de altura.

Era un predicador itinerante, a la antigua, caminando kilómetros y kilómetros visitando las iglesias y ministrando. Cuando podía conseguía que alguien lo acercara y en sus mejores días, algún bus lo llevaba a su destino. Recuerdo sus zapatos. Unos zapatos especiales que le daba mayor altura y le ayudaba en su recorrer de una iglesia a otra.

Mi papá admiraba a este ministro. Admiraba su entrega, su consagración, su deseo de expandir el reino.

Cierto día, mi papá decidió hacerle un regalo: una moto. Recuerdo bien cuando mi padre compró una Honda 90, amarilla, todo terreno, con cambio automático, sin embrague. Era pequeña, pero ideal para los caminos del valle del Inquisivi.

Yo había regresado de la universidad en Texas para estar con mis padres ese verano, después de terminar mi primer año de estudios. Mi papá me encomendó la misión de enseñar a Agapito a montar esa moto. Nos fuimos una semana al valle, a una localidad que se llama, si bien recuerdo, Cirquata. En esa ocasión, los pastores de la zona se reunieron para un curso intensivo que mis padres, junto a otros pastores, iban a impartir.

Pronto descubrí que Agapito no tenía ni idea de montar motos. De hecho, nunca había montado una bicicleta en toda su vida. O sea que no tenía nada de equilibrio. Eso hizo que mi misión sea aún más difícil todavía.

Los primeros días intenté enseñarle a que mantenga el equilibrio y poco a poco, Agapito logró su objetivo. Los últimos dos días, montamos la moto con el motor encendido y le enseñé a frenar, a cambiar las marchas, a cuidar de la moto. Todo iba bien, así que el último día, fuimos a dar una vuelta los dos. El manejaba, yo iba sentado atrás. Nos fuimos por la carretera, llena de curvas, con un precipicio a nuestro lado derecho bastante profundo.

A los 5 kilómetros, algo sucedió que yo no me lo esperaba. Agapito se “congeló” al manubrio y viendo que iba derecho al precipicio, decidió saltar de la moto en movimiento. Yo quise salvar la moto y desde atrás intenté llegar al freno de mano, cosa que logré cuando la moto, junto conmigo, estaba en el aire, cayendo al precipicio.

Recuerdo claramente el sentimiento de paz, de serenidad y de silencio que sentí al volar por el espacio y luego el tremendo golpe al caer. Gracias a Dios tuve la suficiente lucidez de dejarme llevar por la caída y rodé como unos cien metros, entre espinos recibiendo en reiteradas ocasiones los golpes de la moto que caía a mi misma velocidad.

Finalmente llegué al fondo del precipicio. Recuerdo el pánico que sentí cuando abrí los ojos y no podía ver nada y sentía algo que me estaba ahogando, apretando la garganta. Descubrí, para mi alivio, que la chaqueta se me había subido y me cubría la cara y apretaba mi garganta.

Me levanté y constaté que no había fractura alguna. Apagué la moto que seguía con el motor encendido. Poco a poco escalé la ladera. Sentía el dolor agudo de más de un centenar de espinas que se me habían clavado en todo el cuerpo. Llegué a la carretera y me encontré con Agapito que estaba semiconsciente. En su caída de la moto había roto su clavícula y tenía cortes en su cuero cabelludo. Lo acomodé contra la montaña y le dije que no se moviera que iba en busca de ayuda. Un camión pasó en dirección a Cirquata y me llevó los 5 kilómetros hasta la iglesia donde se llevaba a cabo las reuniones. En ese momento, mi mamá estaba dictando la clase y yo entré interrumpiendo. Al parecer, había sufrido varias interrupciones previas, así que me amenazó con todas las furias del infierno por esta interrupción, hasta que se dio cuenta que algo me había sucedido.

Todos salieron corriendo hacia el lugar del accidente. Agapito estaba todavía sangrando e incoherente. Cuando vieron hasta donde había yo caído, algunos de los hermanos comenzaron a llorar y agradecer a Dios que estuviéramos prácticamente ilesos. Rescataron la moto. Mi mamá pacientemente me sacó todas las espinas de mi cuerpo. Llevaron a Agapito a un hospital para recibir tratamiento médico. Al día siguiente, volvimos a La Paz con la moto toda retorcida.

Hasta el día de su muerte, el año 2007, en Sucre, en la casa de su hijo, quien también es pastor, Agapito nunca montó moto o bicicleta alguna.

LA LEY DE LA COSECHA


Declaramos el año 2007 como “el año de la cosecha” para la iglesia. La ley de la cosecha simplemente nos enseña que lo que uno siembra, eso es lo que ha de cosechar. Es una ley inquebrantable, como la ley de la gravedad, que no puede ser alterada.

Uno de los comentarios que hice fue que siempre se cosecha en la misma especie en la que uno siembra. O sea, si siembra naranjas, ha de cosechar naranjas y no limones. De igual manera, cuando uno siembra amor, ha de cosechar amor. Agregué que si uno siembra tiempo, ha de cosechar tiempo.

No pensé mucho en cuanto a esa frase hasta que unos días después recibí un email de alguien que la había escuchado y con mucho sarcasmo me enfrentaba con mis palabras. Una de las cosas que dijo es que si sembraba tiempo, ¿acaso iba a cosechar días de más de 24 horas? Y terminó su mensaje acusándome de ignorante y que decía cosas simplemente porque me interesaba poder conseguir una ofrenda más generosa de la gente. No digné sus comentarios con una respuesta.

Hace unos días encontré la fotografía del Hno. Rodríguez. (Ver foto). Si bien recuerdo, su nombre era Manuel. Han pasado tantos años, pero su historia me ha perseguido.

Un día apareció en la iglesia en Las Palmas de Gran Canarias, España. No recuerdo bien como llegó, pero recibió a Cristo como su salvador personal y se instaló en la congregación que en ese tiempo se reunía en la Calle Galileo, 40. Pronto se transformó en uno de los “fijos” en todos los cultos. Nunca hablaba de su pasado, pero vibraba con su presente. Llegó a la iglesia ya entrado en años y con la salud ya deteriorada.

No me llamó mucho la atención de que en ocasiones pasaba algunos días en una clínica. Pronto llegó lo que todos sabíamos que iba a suceder. Su salud empeoró y fue internado en estado delicado. Esta vez no era una estadía pasajera, sino que se veía venir como su última etapa en el recorrido de la vida. Fui a verlo varias veces a la semana, ya que habíamos establecido una amistad que iba más allá de simplemente el hecho que yo era su pastor. Cada vez que iba, lo encontraba solo. Cierto día pregunté a una de las enfermera si alguien visitaba a este hombre y ella dijo que nadie de la familia lo hacía. Viendo que su salud empeoraba, le pregunté si tenía familia. El me dijo que tenía dos hijos. Uno vivía en la península, pero el mayor vivía a poca distancia de la clínica.

Fui a buscarlo para comunicarle el estado de salud de su padre. Cuando oyó mis palabras, enfureció y me contó la historia de la familia.

Con mucho rencor y amargura me dijo que cierto día, Manuel abandonó a la esposa y los hijos. Tenía otras cosas importantes que hacer. No tenía TIEMPO para ellos.

Sus palabras me persiguen hasta el día de hoy. “El no tuvo TIEMPO para nosotros. Ahora que nos quiere cerca, nosotros no tenemos TIEMPO para estar con el”. Aunque intenté en varias ocasiones convencer a este hijo que su padre había cambiado, era demasiado tarde.

Una madrugada recibí la llamada de la clínica para informarme que Manuel había muerto y si yo me hacía cargo del cadáver, ya que nadie en la familia estaba dispuesto a recogerlo. Recuerdo su funeral como el más triste que he oficiado en mi vida. No había más de 5 personas presente cuando entregamos su cuerpo al polvo de la tierra y ninguno era parte de su familia.

Efectivamente, querido amigo sarcástico, si uno siembra tiempo, ha de cosechar tiempo. Manuel no sembró y cuando el tiempo de la cosecha llegó, no tenía nada que recoger.

EL CHICLE



Hace ya unos cincuenta años, vivía con mi hermana Erica y mis padres en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. La ciudad en ese entonces estaba en un proceso evolutivo, tratando de ganarle a la selva, al clima y a los insectos.

La vida de mis padres no era fácil, como no lo era la de los demás que estaban intentando progresar junto con la ciudad. Sin embargo, mis recuerdos de la infancia son felices. Si teníamos alguna necesidad, no lo noté. Aunque mis juguetes no eran los más sofisticados, siempre fueron los que yo quería. El cariño de mis padres y de la hermandad, me fortalecieron en esos años de nuestra niñez.

Recordando esos días, me vino a la memoria una ocasión en la cual mi papá viajó a Brasil. Sabíamos que él nos iba a traer algo especial como regalo. Lo hacía cada vez que viajaba. Entre otras cosas, esta vez, nos trajo de regalo un chicle. Usted talvez piensa: ¿un chicle? ¿Qué clase de regalo es ese? ¿Cómo puede ser algo tan importante, un chicle? Es que no era un chicle cualquiera. Era un Bazooka. No hay un chicle como el Bazooka. Lo siento, pero hasta el día de hoy, no hay chicle como el Bazooka.

Es que no hay como explicar lo que siente un niño de 7 años cuando pone esa delicia en su boca. La fragancia, el sabor, la contextura. Además, en esos días el poder conseguir un Bazooka era todo un logro. No todos los niños tenían un chicle Bazooka. Además, por favor, era un chicle que venía desde Brasil y que estaba todavía fresco, suave, no se había endurecido.

Erica y yo planificamos cómo íbamos a disfrutar al máximo este chicle. Lo mascamos todo el día, luego llegó la noche. No se puede dormir con el chicle en la boca porque te lo tragas. Yo guardé el mío en mi ropero. Por la mañana, lo primero que hice fue ponerlo en mi boca y dejar que se ablandara otra vez.

Ya por el tercer día, uno se pone algo creativo. Recuerdo que esa noche, al guardar otra vez ese chicle, le sugerí a mi hermana que ella podía tenerlo en un sitio especial: su ojo. Sin pensarlo dos veces y siguiendo las instrucciones de su hermano mayor, ella se puso el chicle como parche sobre su ojo. Aproveché del pánico y le coloqué le mío, bien estirado, sobre su cabeza. Ambos estábamos muertos de la risa, hasta que Erica intentó quitarse el chicle del ojo. En poco tiempo ese chicle se había solidificado y al intentar sacarlo, arrancó sus cejas y sus pestañas. No solo eso, sino que cuando intentó sacarse el chicle del pelo, le fue prácticamente imposible. Recuerdo la cara de mi madre al mirar a su hija sin pestañas, sin cejas y con un tremendo nudo en su cabeza formado por el mejor chicle del mundo.

No recuerdo bien lo que sucedió después. Por varias semanas mi hermana tuvo que vivir sin cejas ni pestañas en un ojo y con la cabeza rapada a cero. Yo, yo no recuerdo bien cual fue mi castigo. Lo que sí sé es que mi papá nunca más me regaló un chicle cuando volvía de sus viajes.