AGAPITO CUELLAR



Recuerdo Agapito Cuellar como un hombre menudo, sin ningún atractivo físico que lo destacara.

Toda su vida tuvo el gran deseo de servir a Dios. No sabiendo cómo hacerlo, en su juventud era un fraile franciscanos. Desengañado con una religión muerta, buscó fervientemente algo vivo, algo real, hasta que finalmente tuvo un encuentro con Cristo. T.O. Johnston, misionero de las Asambleas de Dios, lo encontró en la ciudad de Oruro y lo llevó a los pies del Señor. Ese encuentro transformó su vida y desde ese día anheló servirlo a tiempo completo. Estudió en el Instituto Bíblico nocturno de las Asambleas de Dios en la misma ciudad de Oruro, Bolivia y graduando, se dedicó tiempo completo al ministerio.

Su primer idioma era el Aymará y fue autor de unos 300 coros e himnos.

Su campo misionero fue el valle del Inquisivi. Con la persistencia que le caracterizaba, se dedicó a establecer iglesias y pronto tenía bajo su tutela unas 40, inclusive la iglesia más alta en el mundo, en Mina Argentina, a unos 5.700 metros de altura.

Era un predicador itinerante, a la antigua, caminando kilómetros y kilómetros visitando las iglesias y ministrando. Cuando podía conseguía que alguien lo acercara y en sus mejores días, algún bus lo llevaba a su destino. Recuerdo sus zapatos. Unos zapatos especiales que le daba mayor altura y le ayudaba en su recorrer de una iglesia a otra.

Mi papá admiraba a este ministro. Admiraba su entrega, su consagración, su deseo de expandir el reino.

Cierto día, mi papá decidió hacerle un regalo: una moto. Recuerdo bien cuando mi padre compró una Honda 90, amarilla, todo terreno, con cambio automático, sin embrague. Era pequeña, pero ideal para los caminos del valle del Inquisivi.

Yo había regresado de la universidad en Texas para estar con mis padres ese verano, después de terminar mi primer año de estudios. Mi papá me encomendó la misión de enseñar a Agapito a montar esa moto. Nos fuimos una semana al valle, a una localidad que se llama, si bien recuerdo, Cirquata. En esa ocasión, los pastores de la zona se reunieron para un curso intensivo que mis padres, junto a otros pastores, iban a impartir.

Pronto descubrí que Agapito no tenía ni idea de montar motos. De hecho, nunca había montado una bicicleta en toda su vida. O sea que no tenía nada de equilibrio. Eso hizo que mi misión sea aún más difícil todavía.

Los primeros días intenté enseñarle a que mantenga el equilibrio y poco a poco, Agapito logró su objetivo. Los últimos dos días, montamos la moto con el motor encendido y le enseñé a frenar, a cambiar las marchas, a cuidar de la moto. Todo iba bien, así que el último día, fuimos a dar una vuelta los dos. El manejaba, yo iba sentado atrás. Nos fuimos por la carretera, llena de curvas, con un precipicio a nuestro lado derecho bastante profundo.

A los 5 kilómetros, algo sucedió que yo no me lo esperaba. Agapito se “congeló” al manubrio y viendo que iba derecho al precipicio, decidió saltar de la moto en movimiento. Yo quise salvar la moto y desde atrás intenté llegar al freno de mano, cosa que logré cuando la moto, junto conmigo, estaba en el aire, cayendo al precipicio.

Recuerdo claramente el sentimiento de paz, de serenidad y de silencio que sentí al volar por el espacio y luego el tremendo golpe al caer. Gracias a Dios tuve la suficiente lucidez de dejarme llevar por la caída y rodé como unos cien metros, entre espinos recibiendo en reiteradas ocasiones los golpes de la moto que caía a mi misma velocidad.

Finalmente llegué al fondo del precipicio. Recuerdo el pánico que sentí cuando abrí los ojos y no podía ver nada y sentía algo que me estaba ahogando, apretando la garganta. Descubrí, para mi alivio, que la chaqueta se me había subido y me cubría la cara y apretaba mi garganta.

Me levanté y constaté que no había fractura alguna. Apagué la moto que seguía con el motor encendido. Poco a poco escalé la ladera. Sentía el dolor agudo de más de un centenar de espinas que se me habían clavado en todo el cuerpo. Llegué a la carretera y me encontré con Agapito que estaba semiconsciente. En su caída de la moto había roto su clavícula y tenía cortes en su cuero cabelludo. Lo acomodé contra la montaña y le dije que no se moviera que iba en busca de ayuda. Un camión pasó en dirección a Cirquata y me llevó los 5 kilómetros hasta la iglesia donde se llevaba a cabo las reuniones. En ese momento, mi mamá estaba dictando la clase y yo entré interrumpiendo. Al parecer, había sufrido varias interrupciones previas, así que me amenazó con todas las furias del infierno por esta interrupción, hasta que se dio cuenta que algo me había sucedido.

Todos salieron corriendo hacia el lugar del accidente. Agapito estaba todavía sangrando e incoherente. Cuando vieron hasta donde había yo caído, algunos de los hermanos comenzaron a llorar y agradecer a Dios que estuviéramos prácticamente ilesos. Rescataron la moto. Mi mamá pacientemente me sacó todas las espinas de mi cuerpo. Llevaron a Agapito a un hospital para recibir tratamiento médico. Al día siguiente, volvimos a La Paz con la moto toda retorcida.

Hasta el día de su muerte, el año 2007, en Sucre, en la casa de su hijo, quien también es pastor, Agapito nunca montó moto o bicicleta alguna.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

jajajaaaaaaaa.

Muy buena historia pastor...me reí mucho...tragicómica, mas cómica que trágica gracias a Dios…

Muchos Saludos y Bendiciones

Rodrigo Cárdenas