LA LEY DE LA COSECHA


Declaramos el año 2007 como “el año de la cosecha” para la iglesia. La ley de la cosecha simplemente nos enseña que lo que uno siembra, eso es lo que ha de cosechar. Es una ley inquebrantable, como la ley de la gravedad, que no puede ser alterada.

Uno de los comentarios que hice fue que siempre se cosecha en la misma especie en la que uno siembra. O sea, si siembra naranjas, ha de cosechar naranjas y no limones. De igual manera, cuando uno siembra amor, ha de cosechar amor. Agregué que si uno siembra tiempo, ha de cosechar tiempo.

No pensé mucho en cuanto a esa frase hasta que unos días después recibí un email de alguien que la había escuchado y con mucho sarcasmo me enfrentaba con mis palabras. Una de las cosas que dijo es que si sembraba tiempo, ¿acaso iba a cosechar días de más de 24 horas? Y terminó su mensaje acusándome de ignorante y que decía cosas simplemente porque me interesaba poder conseguir una ofrenda más generosa de la gente. No digné sus comentarios con una respuesta.

Hace unos días encontré la fotografía del Hno. Rodríguez. (Ver foto). Si bien recuerdo, su nombre era Manuel. Han pasado tantos años, pero su historia me ha perseguido.

Un día apareció en la iglesia en Las Palmas de Gran Canarias, España. No recuerdo bien como llegó, pero recibió a Cristo como su salvador personal y se instaló en la congregación que en ese tiempo se reunía en la Calle Galileo, 40. Pronto se transformó en uno de los “fijos” en todos los cultos. Nunca hablaba de su pasado, pero vibraba con su presente. Llegó a la iglesia ya entrado en años y con la salud ya deteriorada.

No me llamó mucho la atención de que en ocasiones pasaba algunos días en una clínica. Pronto llegó lo que todos sabíamos que iba a suceder. Su salud empeoró y fue internado en estado delicado. Esta vez no era una estadía pasajera, sino que se veía venir como su última etapa en el recorrido de la vida. Fui a verlo varias veces a la semana, ya que habíamos establecido una amistad que iba más allá de simplemente el hecho que yo era su pastor. Cada vez que iba, lo encontraba solo. Cierto día pregunté a una de las enfermera si alguien visitaba a este hombre y ella dijo que nadie de la familia lo hacía. Viendo que su salud empeoraba, le pregunté si tenía familia. El me dijo que tenía dos hijos. Uno vivía en la península, pero el mayor vivía a poca distancia de la clínica.

Fui a buscarlo para comunicarle el estado de salud de su padre. Cuando oyó mis palabras, enfureció y me contó la historia de la familia.

Con mucho rencor y amargura me dijo que cierto día, Manuel abandonó a la esposa y los hijos. Tenía otras cosas importantes que hacer. No tenía TIEMPO para ellos.

Sus palabras me persiguen hasta el día de hoy. “El no tuvo TIEMPO para nosotros. Ahora que nos quiere cerca, nosotros no tenemos TIEMPO para estar con el”. Aunque intenté en varias ocasiones convencer a este hijo que su padre había cambiado, era demasiado tarde.

Una madrugada recibí la llamada de la clínica para informarme que Manuel había muerto y si yo me hacía cargo del cadáver, ya que nadie en la familia estaba dispuesto a recogerlo. Recuerdo su funeral como el más triste que he oficiado en mi vida. No había más de 5 personas presente cuando entregamos su cuerpo al polvo de la tierra y ninguno era parte de su familia.

Efectivamente, querido amigo sarcástico, si uno siembra tiempo, ha de cosechar tiempo. Manuel no sembró y cuando el tiempo de la cosecha llegó, no tenía nada que recoger.

EL CHICLE



Hace ya unos cincuenta años, vivía con mi hermana Erica y mis padres en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. La ciudad en ese entonces estaba en un proceso evolutivo, tratando de ganarle a la selva, al clima y a los insectos.

La vida de mis padres no era fácil, como no lo era la de los demás que estaban intentando progresar junto con la ciudad. Sin embargo, mis recuerdos de la infancia son felices. Si teníamos alguna necesidad, no lo noté. Aunque mis juguetes no eran los más sofisticados, siempre fueron los que yo quería. El cariño de mis padres y de la hermandad, me fortalecieron en esos años de nuestra niñez.

Recordando esos días, me vino a la memoria una ocasión en la cual mi papá viajó a Brasil. Sabíamos que él nos iba a traer algo especial como regalo. Lo hacía cada vez que viajaba. Entre otras cosas, esta vez, nos trajo de regalo un chicle. Usted talvez piensa: ¿un chicle? ¿Qué clase de regalo es ese? ¿Cómo puede ser algo tan importante, un chicle? Es que no era un chicle cualquiera. Era un Bazooka. No hay un chicle como el Bazooka. Lo siento, pero hasta el día de hoy, no hay chicle como el Bazooka.

Es que no hay como explicar lo que siente un niño de 7 años cuando pone esa delicia en su boca. La fragancia, el sabor, la contextura. Además, en esos días el poder conseguir un Bazooka era todo un logro. No todos los niños tenían un chicle Bazooka. Además, por favor, era un chicle que venía desde Brasil y que estaba todavía fresco, suave, no se había endurecido.

Erica y yo planificamos cómo íbamos a disfrutar al máximo este chicle. Lo mascamos todo el día, luego llegó la noche. No se puede dormir con el chicle en la boca porque te lo tragas. Yo guardé el mío en mi ropero. Por la mañana, lo primero que hice fue ponerlo en mi boca y dejar que se ablandara otra vez.

Ya por el tercer día, uno se pone algo creativo. Recuerdo que esa noche, al guardar otra vez ese chicle, le sugerí a mi hermana que ella podía tenerlo en un sitio especial: su ojo. Sin pensarlo dos veces y siguiendo las instrucciones de su hermano mayor, ella se puso el chicle como parche sobre su ojo. Aproveché del pánico y le coloqué le mío, bien estirado, sobre su cabeza. Ambos estábamos muertos de la risa, hasta que Erica intentó quitarse el chicle del ojo. En poco tiempo ese chicle se había solidificado y al intentar sacarlo, arrancó sus cejas y sus pestañas. No solo eso, sino que cuando intentó sacarse el chicle del pelo, le fue prácticamente imposible. Recuerdo la cara de mi madre al mirar a su hija sin pestañas, sin cejas y con un tremendo nudo en su cabeza formado por el mejor chicle del mundo.

No recuerdo bien lo que sucedió después. Por varias semanas mi hermana tuvo que vivir sin cejas ni pestañas en un ojo y con la cabeza rapada a cero. Yo, yo no recuerdo bien cual fue mi castigo. Lo que sí sé es que mi papá nunca más me regaló un chicle cuando volvía de sus viajes.

EL DIA QUE ME EMBORRACHE




Hace algunos años, mis padres vinieron a Chile a visitarnos. La idea era que me mostraran mi ciudad natal, San Carlos de Bariloche. Yo tenia apenas 20 días de vida cuando mis padres salieron de Bariloche y yo nunca había tenido la oportunidad de conocerla.

Salimos por carretera desde Santiago y paseando, llegamos esa noche a la ciudad de Neuquén. Todos estábamos cansados y por consiguiente, decidimos pernoctar allí.

Mi papa conocía un restaurante en la ciudad y nos fuimos a devorar todo lo que ponían sobre la mesa. Habían diferentes carnes: de ciervo, de jabalí, de otros animales exóticos. Todos comimos abundantemente y luego, satisfechos, nos fuimos al hotel a descansar. Al poco rato, me encontraba acostado en el suelo del baño enfermo del estomago como nunca lo había estado antes. Pasé la noche en vela, abrazado de la taza del baño, preguntándome si iba a ver la luz del día.

Por la mañana temprano, mi papá anunció que era hora de irnos. Llegamos a Bariloche temprano, de hecho, nada estaba abierto para desayunar, lo que a mí me daba igual, ya que no tenía ganas de comer.

Finalmente llegamos al restaurante de la estación de trenes. Mis padres y Sharon pidieron un suculento desayuno mientras que yo todo lo que quería era apoyar mi cabeza sobre la mesa y orar que los intensos dolores de estómago pasen luego.

El camarero me miró y preguntó qué era lo que me pasaba. Mi papá le explicó mi situación. El camarero anunció triunfalmente que tenía el remedio indicado y raudamente volvió con un vaso lleno de un líquido verdoso. Me instó a que bebiera ese brebaje milagroso, cosa que hice de un solo sorbo. Sorprendido, el camarero solo atinó a decir: ¡que bárbaro! Acto seguido, ese líquido quemó mis entrañas y en pocos segundos, llegó a mi cabeza, causándome la única borrachera de mi vida.

No tenía ni idea que el líquido que me había servido era un licor de alcachofas.

Borracho, demandé a viva voz que mi padre me llevara de inmediato al hotel para poder dormir. El me dijo que de ninguna manera, que lo mejor era caminar. Protestando, salí a la calle. Mi padre cruzó a la vereda del frente mientras que mi querida mamá y mi amada esposa me seguían unos diez metros de distancia, ambas muertas de la risa, lo que hacía que yo me enfadara aún más. Intentaba mantener el equilibrio apoyándome en las casas, en los postes de luz o en los árboles.

Recuerdo pensar: bueno, menos mal que nadie me conoce en Bariloche. No terminé ese pensamiento cuando escuché alguien gritar: pastor Italo, pastor Italo. Precipitadamente, mi papá cruzó la calle para interceptar a los hermanos y mi mamá y Sharon hicieron lo imposible para que no llegaran hasta donde yo estaba manteniendo mi precario equilibrio agarrado de la rama de un raquítico árbol. Era una pareja de jóvenes que estaban pasando su luna de miel en esa hermosa ciudad.

La foto incluida fue tomada en mi estado de ebriedad, apoyado en un farol, cortesía de mi amada esposa.