EL CHICLE



Hace ya unos cincuenta años, vivía con mi hermana Erica y mis padres en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. La ciudad en ese entonces estaba en un proceso evolutivo, tratando de ganarle a la selva, al clima y a los insectos.

La vida de mis padres no era fácil, como no lo era la de los demás que estaban intentando progresar junto con la ciudad. Sin embargo, mis recuerdos de la infancia son felices. Si teníamos alguna necesidad, no lo noté. Aunque mis juguetes no eran los más sofisticados, siempre fueron los que yo quería. El cariño de mis padres y de la hermandad, me fortalecieron en esos años de nuestra niñez.

Recordando esos días, me vino a la memoria una ocasión en la cual mi papá viajó a Brasil. Sabíamos que él nos iba a traer algo especial como regalo. Lo hacía cada vez que viajaba. Entre otras cosas, esta vez, nos trajo de regalo un chicle. Usted talvez piensa: ¿un chicle? ¿Qué clase de regalo es ese? ¿Cómo puede ser algo tan importante, un chicle? Es que no era un chicle cualquiera. Era un Bazooka. No hay un chicle como el Bazooka. Lo siento, pero hasta el día de hoy, no hay chicle como el Bazooka.

Es que no hay como explicar lo que siente un niño de 7 años cuando pone esa delicia en su boca. La fragancia, el sabor, la contextura. Además, en esos días el poder conseguir un Bazooka era todo un logro. No todos los niños tenían un chicle Bazooka. Además, por favor, era un chicle que venía desde Brasil y que estaba todavía fresco, suave, no se había endurecido.

Erica y yo planificamos cómo íbamos a disfrutar al máximo este chicle. Lo mascamos todo el día, luego llegó la noche. No se puede dormir con el chicle en la boca porque te lo tragas. Yo guardé el mío en mi ropero. Por la mañana, lo primero que hice fue ponerlo en mi boca y dejar que se ablandara otra vez.

Ya por el tercer día, uno se pone algo creativo. Recuerdo que esa noche, al guardar otra vez ese chicle, le sugerí a mi hermana que ella podía tenerlo en un sitio especial: su ojo. Sin pensarlo dos veces y siguiendo las instrucciones de su hermano mayor, ella se puso el chicle como parche sobre su ojo. Aproveché del pánico y le coloqué le mío, bien estirado, sobre su cabeza. Ambos estábamos muertos de la risa, hasta que Erica intentó quitarse el chicle del ojo. En poco tiempo ese chicle se había solidificado y al intentar sacarlo, arrancó sus cejas y sus pestañas. No solo eso, sino que cuando intentó sacarse el chicle del pelo, le fue prácticamente imposible. Recuerdo la cara de mi madre al mirar a su hija sin pestañas, sin cejas y con un tremendo nudo en su cabeza formado por el mejor chicle del mundo.

No recuerdo bien lo que sucedió después. Por varias semanas mi hermana tuvo que vivir sin cejas ni pestañas en un ojo y con la cabeza rapada a cero. Yo, yo no recuerdo bien cual fue mi castigo. Lo que sí sé es que mi papá nunca más me regaló un chicle cuando volvía de sus viajes.

2 comentarios:

Isidro y Daniela dijo...

jajajaja...
sus anecdotas son muy divertidas.
Mejorese pronto Pastor.
bendiciones :)

Familia Gomez Reyes.

Anónimo dijo...

ni te imaginas lo que me pude reir con tu aventura etílica.conchi